Relatos Absurdos

El cuento de Juana

8 de Octubre, 2021

Juana se había levantado de buen humor. Era una mañana de mediados de primavera y en apenas un par de días iría con su padre al mercado, que siempre era una ocasión para divertirse.

Volvía a casa con el cuenco de leche que había recogido de la granja de los vecinos. Aún le quedaba buena parte del día en la que estaría preparando mantequilla y queso, pero eso aún quedaba en el futuro. De momento se limitaba a disfrutar del camino, apreciando la casa de sus padres, con el cobertizo donde guardaban el queso, el bosque extendiéndose por detrás, el pequeño camino que bajaba al pueblo.

Mientras la observaba recordaba las veces que había discutido con su padre sobre tener sus propias vacas, y no tener que lidiar con los vecinos para la leche. En el campo de su padre había suficiente terreno pero a su padre le desagradaban las vacas, aunque disfrutaba mucho del queso. Y aunque su padre compartía parte de los beneficios de la venta del queso con ella, aún no tenía suficiente para poder comprar una vaca sin que su padre le ayudara.

Reflexionando sobre el asunto tropezó con torpeza y el cántaro se le calló al suelo, regándolo con leche y restos de cerámica. Juana maldijo en voz baja mientras miraba los restos del cántaro. Era un buen cántaro que le costaría reponer. Pero no iba a dejar que eso acabara con su buen humor. Respiró hondo y se agachó a recoger los restos esparcidos. Los trozos eran grandes y probablemente el alfarero no le cobraría demasiado por ponerlos juntos. Los agrupó en un doblado de su falda y los llevó a casa. Cogió el cántaro viejo y volvió a la granja del vecino a rellenarlo.

Hoy empezaría a preparar la mantequilla y el queso un poco más tarde, lo cual sería un incordio con el calor del medio día, pero al menos podría disfrutar del paseo otra vez.


Dos días después Juana paseaba por el mercado, cargada con los restos de su cántaro roto, camino del alfarero. Iba por el camino largo, paseando entre los puestos, observando todo lo que ocurría allí, qué se vendía y a qué precio. Hablando con amigos y conocidos.

Tras negociar un buen precio con el alfarero por reparar el cántaro, caminó en dirección al puesto en el que su madre vendía con arte inigualable los quesos que había preparado con su padre. La gente estaba de muy buen humor por el buen tiempo, y parecía que podrían vender casi todo más pronto que de costumbre, de modo que decidió acercarse a su puesto preferido.

Allí estaba Pedro, el hijo del sastre, bromeando con sus hermanas. Pedro se alegró enormemente al verla, y le enseñó la última maravilla que había salido de las manos de su padre: un vestido precioso de color verde, con tiras bordadas y un gran lazo en la cintura.

Juana se quedó embobada mirándolo, apreciando las costuras, el corte, la calidad de la tela. Ni siquiera intento preguntar el precio, pues sabía que estaba fuera de su alcance.

Cuando alguna vez había comentado esto a Pedro, él siempre le respondía con una sonrisa pero total seriedad: “Por ahora”. Estuvieron charlando animadamente, y finalmente Juana se despidió, y se encaminó a la fuente para refrescarse antes de volver al puesto de sus padres.

Allí estaba Don Juan Manuel, el hijo del noble, rodeado de jóvenes atraídos por su carisma peculiar. Aunque Juana y él habían sido buenos amigos en el pasado, con la edad se fueron distanciando, en parte por las presiones del padre de Don Juan Manuel, y en parte porque él empezaba a tomarse confianzas con Juana que no le agradaban demasiado.

A Juana no le apetecía mucho encontrarse con él, de modo que se dio la vuelta, pero el joven hidalgo la vio y se acercó corriendo para hablar.

Juana le contó que tenía prisa pues sus padres ya habrían vendido todo el queso, y ella aún tenía que pasar a recoger el cántaro roto. Don Juan Manuel la dejó marchar y volvió con sus admiradores junto a la fuente un poco malhumorado.


Juana se había levantado de buen humor, era una mañana de mediados de primavera. Habían pasado muchos años de aquella visita al mercado. La edad empezaba a dibujar arrugas en su cara, pero eso no afectaba a su ánimo.

Se sentó como cada mañana en el porche de su casa y contempló el campo ante sí. Hoy era día de mercado, aunque hacía tiempo que no se acercaba por allí. Miró el camino que llevaba al pueblo, y terminaba cerca del cobertizo que había construido su abuelo. En los últimos años había sido ampliado, y de él provenía el ruido de las cabras que estarían siendo ordeñadas ahora por su hijo pequeño.

Recordó la primera cabra que compró, un poco a disgusto de su padre que no había podido hacer nada por evitarlo. Pero finalmente tuvo que perdonarla pues se volvió un enamorado del queso de cabra que ella había aprendido a hacer tras percatarse que estaba más cotizado que el de vaca en el mercado.

Sonrió recordando con calidez el cambio de actitud de su padre con el tiempo, conforme su técnica fue mejorando, el queso fue mejorando, y pudo ir ampliando el rebaño. Al final, cerca de su muerte, su padre incluso le había cogido cariño a los animales.

Su hijo apareció del cobertizo con un cántaro lleno entre las manos. Le encantaba ayudar aunque aún le costaba levantar el cántaro al peso. Andaba siempre con mucho cuidado mirando al suelo y tratando de no derramar nada, lo que siempre la hacía sonreír.

Entraron juntos a la quesería, y se pusieron manos a la obra.


Esa noche se encontraba mirando el fuego meditabunda. Pedro, con el que se había terminado casando, estaba junto a ella, como esperando una respuesta.

A Pedro nunca se le dio bien la costura y el negocio de su padre había pasado a sus hermanas. Él era mucho más feliz con las cabras, y el olor a queso junto a Juana. Sólo tuvo que utilizar su talento natural de vendedor para el queso en lugar de para los vestidos.

Hoy había regresado del mercado con sus hijas un poco aturdido. La venta de los quesos había ido bien, pero la historia que había escuchado en el pueblo le había dejado de mal humor.

El viejo Don Juan Manuel, que parece hacía tiempo se había mudado a la corte y le gustaba escribir había dejado para la posteridad una historieta que le sonaba familiar.

Tras la cena y ya sentados al fuego se decidió a contarle la historia a Juana, que había estado pensativa desde entonces. Por fin Juana sonrió, y miró hacia el baúl donde guardaba el precioso vestido verde que tanto le había costado comprar, pero que tanto había disfrutado, y pronto su hija disfrutaría.

Miró con ternura a Pedro, recordando los buenos momentos que habían pasado juntos. Recordó aquella mañana en que rompió el cántaro, los días haciendo queso, los días de mercado, su rebaño creciente de cabras, el esfuerzo de ampliar el cobertizo para darle cobijo, el día en que se casaron, el día en que pudo comprar por fin el vestido, las noches de fiestas en el pueblo bailando con él puesto junto a Pedro.

Pensó que quizás la historieta que estaban contando ahora pasaría a la posteridad, y en cambio su vida sería olvidada junto con su nombre. Pero no le preocupaba demasiado. Había sido una buena vida.

Se levantó y se preparó para dormir, mañana se levantaría temprano para disfrutar del amanecer, como hacía todas las mañanas.