Relatos Absurdos

Hasta que salga el sol

27 de Noviembre, 2020

Hay relaciones que no eliges, familia, profesores, jefes… en las que la suerte juega un papel determinante. Hay relaciones en las que tienes parte de elección, amigos, parejas… en las que la posibilidad de elección da una intensidad única.

Hay relaciones que no encajan en ningún molde. En mi caso hay una amistad que no fue exactamente elegida, y a la vez la escogería cada vez que tuviera ocasión.

Me gusta decir que le conocí el mismo día que nací. Sé que probablemente eso no es cierto, aunque estoy seguro de que no pasaron muchos días para ese encuentro.

No recuerdo nuestras primeras aventuras juntos, pero las que recuerdo están plagadas de buenos momentos.

En la antigüedad, cuando sólo un largo viaje nos permitía vernos, soñábamos con maillots amarillos, huíamos de velociraptores, jugábamos interminables partidas al Monopoli. Aguantábamos hasta el amanecer porque cada momento contaba, porque cada instante era tan genial que dormir parecía una pérdida de tiempo.

Es increíble que algo así sucediera verano tras verano, con juegos y obsesiones cambiantes, pero manteniendo esa lucha contra el sueño, ese no querer perder ni un minuto.

Internet rompió la barrera de kilómetros y meses que separaba nuestros encuentros. Jugamos por primera vez online a Age Of Empires, aunque la conexión apenas lo permitía por unos minutos antes de que uno de los dos desapareciera de la partida. Hablábamos de amores y música en salones extraños de IRC.

La música. En mi casa el gusto musical era muy clásico (nada malo), él me habló por primera vez del Rock, un momento que cambió completamente mi adolescencia.

Pues, como buen adolescente, el Rock trajo consigo la idea de convertirse en estrella. Ya no soñábamos con llegar a París vestidos de amarillo, sino en llenar estadios con riffs incendiarios. Yo escogí el bajo, él la guitarra.

En la universidad por fin compartimos ciudad, y entre otras cosas formamos una banda. Nuestro único concierto fue en un cumpleaños en casa de un amigo. Ni siquiera recuerdo si llegamos a escoger un nombre para la banda. Pero nos divertimos mucho.

Porque la diversión no parecía tener límite. Con pequeñas pausas (porque mi energía, a diferencia de la suya necesita ser recargada), el espíritu de no poder perder ni un segundo dormidos, de tener que aguantar hasta el amanecer, siguió vivo. Salíamos a nuestros bares favoritos a cantar, bailar a empujones, debatir sobre música, hablar de amores, y en alguna ocasión incluso volvimos a ver amanecer.

Poco a poco mis sueños de ser estrella fueron desplazados por otros, y con ellos se fueron también mis ganas de practicar. La música se convirtió en una afición más con la que entretenerme de vez en cuando. Mi bajo fue cayendo en el desuso hasta estar cubierto por el polvo.

No sé si el sueño de ser estrella murió en él, pero no su entusiasmo por la música.

Abraza la música como si fuera el aire que respira, incapaz de parar cuando va en bicicleta, cuando conduce, cuando trabaja. La abraza cuando al regresar del trabajo, coge su guitarra, y se pierde en sus escalas y acordes.

Pone su entusiasmo en grabar y tocar con su nueva banda que, aunque me duela decirlo, es mucho mejor que la que tuvimos cuando apenas eramos adultos.

El tiempo volvió a poner kilómetros de distancia entre nosotros, pero internet nos mantiene unidos.

De vez en cuando me pongo mis auriculares y una canción de su banda. Escucho en trance su guitarra, sus acordes energéticos, sus riffs incendiarios, su pasión puesta en cada nota.

Con ellos vuelvo a sentir esas diversión que hacía imposible dormir, que nos empujaba a aprovechar cada minuto, hasta ver el sol salir.